abel La Vía Escénica: PEQUEÑOS GENIOS (3ª PARTE)

lunes, 9 de febrero de 2015

PEQUEÑOS GENIOS (3ª PARTE)

Los súper héroes no escasean.  Os lo garantizo. Puede que las malas noticias estén por todas partes, puede que las cosas no sean como deberían de ser, pero yo os digo que, gracias a ellos, hay motivos para ser optimistas.

El otro día os hablé de Javi, que era capaz de volverse invisible y de hablar con los árboles. Hoy me gustaría presentaros a Jesús. Actualmente tiene 7 años, pero lo conocimos hace dos o tres veranos. Es bajito y delgado, con la naricilla respingona y con un par de ojos rasgados y despiertos que te dejan sin respiración cuando te miran. El tío es guapo hasta decir basta. Tiene un pequeño defecto en las piernas que le hace caminar de una forma muy particular. Anda de puntillas, torciendo un poco las piernas y meneando las caderas y los hombros cuando va de un lado a otro. Pero eso no le hizo perder nunca ni un ápice de su fuerza y de su arrojo. 

Como no podía ser de otra forma, el primer verano que estuvo con nosotros se ganó el derecho de custodiar la llave dorada de la puerta que daba acceso a la piscina. Imaginad una fila de más de cincuenta niños y niñas en bañador, con las toallas al hombro, las chanclas, los juegos de cartas… Todos frente a aquella puerta verde, que aún permanecía cerrada. Hacía calor y el aire olía a cloro y a crema solar. Estaban esperando a Jesús que, llave en mano, con la toalla atada al cuello, las gafas de piscina puestas y una gran jota pintada en su pecho desnudo, oía la llamada de sus compañeros. ¡Teníais que verlo volar! Lo llevábamos en volandas, cruzando el patio, y él extendía el brazo hacia delante, con el puño bien cerrado. Siempre había algún ayudante a nuestro lado que se encargaba de agitar su capa en el aire mientras duraba el vuelo, para darle más veracidad al asunto. Y, jaleado por todos, Jesús llegaba a la cerradura, introducía la llave y nos abría el camino hacia las azules aguas de la piscina. Nos hubiéramos desmayado de pena y de calor si no hubiera sido por él…

Pero, de todas las hazañas realizadas por este personaje, la que más me impresionó y la que siempre recordaré con más cariño, se produjo hace apenas un par de meses. Jesús es un pequeño seductor, y una de sus especialidades es la de robarle besos a las niñas. A veces se acerca a ellas, sigilosamente, y les planta un beso en la boca. Claro, las niñas se enfadan y protestan, y nosotros tenemos que regañarle un poquito y decirle que eso no está bien. En la mejilla vale, Jesús, pero los besos en la boca, si son sin permiso, pueden molestar. Desde entonces, a las niñas las besa en la mejilla y, los otros besos, los reserva para las muñecas, que no suelen quejarse. Sirva esta explicación previa para que os hagáis una idea de la tremenda capacidad de dar cariño de nuestro súper héroe de hoy. 

Pues resulta que, como iba diciendo, hace apenas un par de meses estaba yo jugando en el patio con Paula, que siempre me provoca para que la persiga y que me niega una y otra vez sus besos (sí, definitivamente, va de besos la cosa). “Paula, ¿cuándo me vas a dar el beso que siempre te pido?”, le pregunté. Y ella, desde lejos, se rió y me gritó: “¡Nunca!”. Resignado y triste, le contesté: “¡Me acabas de partir el corazón!”. Y entonces, Jesús, que estaba por allí, contemplando aquella escena muy atento, echó a correr hacia mí, de puntillas, y cuando llegó a mi lado, se llevó la mano al pecho y me dijo: “Toma, Migue, no te preocupes. Yo te doy mi corazón. Toma…


Me quedé mirándolo: allí estaba Jesús, con su manita extendida, ofreciéndome un corazón nuevo para sustituir el mío, roto e inservible ya… Él me quiere mucho, no creo que haga falta decirlo a estas alturas. Siempre me cuida, siempre tiene palabras bonitas para mí, siempre me anima cuando se sienta en las escaleras a acabarse el bocadillo y estamos jugando al fútbol. Pero, eso que hizo, confieso que no me lo esperaba. Es muy posible que se sintiera identificado conmigo en ese momento. No en vano, a él también le habían negado un montón de besos… El caso fue que sonreí, le di las gracias, acepté su corazón y me lo guardé bien dentro. Y, desde entonces, no he vuelto a ser el mismo.

Miguel A. González

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