Uno de los acuerdos que tomamos mis compañeras y yo cuando
conocimos a Javier, a sus 4 o 5 añitos,
era el de recordarle, de vez en cuando, que vivía en la realidad. Era, y
todavía lo es, un niño especial. Y, además, el tío tenía su gracia. Me contó
una amiga, que conocía a Javi porque trabajaba en su colegio, que habían hecho
una excursión al centro y que, al pasar bajo la estatua de Colón que hay en el
puerto de Barcelona, les preguntó a los niños si sabían quién era el que estaba
ahí subido en aquella columna tan alta, señalando con firmeza hacia el
horizonte. Y Javi, convencidísimo, respondió que era el rey del mambo.
Pero voy al grano.
Todo el mundo conoce la expresión “dejar volar la
imaginación”. Pues bien, la imaginación de esta criatura tenía unas alas impresionantes,
y no era fácil volver a centrarlo de nuevo cuando acababa la hora de jugar. En
otras palabras, a Javi no hacía falta estimularle demasiado. ¿Recordáis que a
Obelix no le daban nunca la poción mágica porque de pequeño se cayó en la
marmita y tuvo algo parecido a una sobredosis? Pues eso. Cuando jugábamos a
súper héroes, uno de sus súper poderes favoritos era el de la invisibilidad.
Sí, también usaba su súper fuerza, y su súper velocidad y sus poderes telepáticos,
por supuesto…
Por ejemplo, Javier se
ponía en cuclillas en el suelo, apoyaba una mano en la tierra y la otra la
ponía en su frente para, con los ojos cerrados, oír hablar a los árboles y
comunicarse con ellos. “¿Qué te han dicho
los árboles, Javi?” “Dicen que soy un
niño muy bueno, y que me tenéis que querer mucho”, nos contaba él. “¿En serio? ¿Eso te han dicho? ¡Pues
tendremos que hacerle caso a los árboles!”. En el patio tenemos más de
cuarenta árboles. No sé si llegó a hablar con todos, pero creo que él tenía especial
predilección por uno de nuestros almeces, en el que solemos colgar el columpio.
Eso sí, apoyar la mano en la tierra era absolutamente imprescindible. Era el
canal de comunicación con ellos.
Pero, como decía, el súper poder del que más orgulloso
estaba era la capacidad de volverse invisible. Había que tener cuidado al jugar
con Javi a este juego, para que no se frustrara demasiado cuando volvía a ser
normal, ya me entendéis. “¡Me voy a
volver invisible!”, anunciaba. Acto seguido, se concentraba con todas sus
fuerzas y, efectivamente, no había manera de encontrarlo. “¿Javi? ¿Dónde te has metido, Javi?”.
De más está decir que no era
el único súper héroe que hemos conocido con esa capacidad, pero la diferencia
fundamental con el resto de los niños era la cara de sorpresa que a Javi se le
quedaba cuando no éramos capaces de verlo, aunque estuviese justo delante de
nuestros ojos. Se le dibujaba una sonrisa extraña en los labios y se le
quedaban los ojos como platos. Creo, realmente, que en esos momentos olvidaba
que todo era un juego, y que la única realidad posible era que no podíamos
verlo porque un aura mágica, una prodigiosa burbuja, le envolvía, protegiéndolo
de las miradas del resto de los mortales. Costaba trabajo traerlo de vuelta al
mundo real. Se enfadaba. No aceptaba que otros decidieran por él el momento en
el que volvía a ser visible. Alguna vez teníamos que agacharnos, apoyar una
mano en el suelo y decirle: “Javi, los
árboles me acaban de decir que la hora de jugar ya se ha acabado, y que hay que
empezar a recoger”. Y, a regañadientes, Javi volvía poco a poco con
nosotros. Él sí que era el rey del mambo…
Miguel A. González
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