abel La Vía Escénica: PEQUEÑOS GENIOS (1ª parte)

miércoles, 14 de enero de 2015

PEQUEÑOS GENIOS (1ª parte)

(Trabajo en un Casal Infantil, un centro para niños de entre 4 y 15 años que pertenece al Ayuntamiento de Barcelona. La matrícula es abierta y los padres pueden apuntarlos siempre y cuando queden plazas libres. El nuestro es un proyecto educativo en tiempo de ocio. Los niños entran a las cinco de la tarde, cuando salen de la escuela. Se podría escribir un libro que rebosara vitalidad, humor y ternura con lo que mis compañeras y yo vivimos día a día en su interior. Quizá un día lo intente.)

Un día, David, con 14 años de edad, se acercó a mí para decirme que quería ser actor, pero un tipo de actor muy concreto. De cine de terror, para ser más exactos. Mar, mi compañera de trabajo, escuchaba nuestra conversación atentamente. Ella le había dicho a David que me preguntara, porque al haber estudiado Arte Dramático, yo le podía aconsejar. Y así lo hice. Después de escuchar mis indicaciones, David pareció darse por satisfecho y no hizo más preguntas, así que fui yo el que quise indagar algo más. “¿Y de qué te gustaría hacer en una película de terror, David? ¿De bueno? ¿De asesino? ¿Un monstruo, quizás, o un zombi, o…?” David me interrumpió, muy seguro: “¡De muerto!” Los minutos siguientes minutos transcurrieron en una improvisada interpretación en la que Mar y yo pudimos comprobar el talento y las dotes que David tenía para meterse en la piel de un cadáver. Le salió un muerto algo nervioso, pero no estuvo mal para un principiante.

Alejandro ya no viene a nuestro casal. Hoy tiene 18 o 19 años y está en un centro para alumnos con discapacidad intelectual. Su tema de conversación preferido era, y creo que sigue siendo, los supermercados. “¿Tú a que súper vas?”, nos preguntaba sin parar. Cuando tenía 13 o 14 años lo sorprendí una tarde columpiándose a solas en el patio y canturreando algo. Me acerqué sigilosamente y me quedé muy quieto, detrás de un árbol, oyendo claramente la letra de su canción. Se la estaba inventando sobre la marcha, y trataba de Guille, un chico de su edad que por aquel entonces también venía al centro. En su cantinela, Alejandro describía un día en la vida de Guille. Guille se levantaba por la mañana. Desayunaba por la mañana, Guille. Guille se lavaba la cara, doblaba su ropita, Guille, y la metía en una maleta. Y Guille iba a la estación de Sants, y cogía un tren. Y Guille viajaba por ahí, ya no recuerdo a dónde. Alejandro, en su imaginación, recreaba un día ideal en la vida de Guillermo, que en esos momentos debía estar jugando en aquel mismo patio, ignorando por completo que era el protagonista total y absoluto de la canción que Alejandro improvisaba a unos metros de él. Me quedé oyéndola embelesado. Todas las acciones que Guillermo realizaba en la canción estaban narradas con detalle, y Alejandro sonreía feliz y seguía columpiándose, creando, con devoción y sobre la marcha, aquel cuento hermoso en el que su Guille tan bien se desenvolvía. Es posible que estuviera enamorado. Eso me dijo la madre de Guille cuando le conté de lo que trataba la canción que yo, escondido tras un ciprés para no interrumpirle ni distraerle, había escuchado de labios de Alejandro. La madre de Guille sonrió llena de ternura y, cuando Alejandro pasó por nuestro lado, ella le hizo una caricia. Alejandro aprovechó para preguntarle: “¿Tú a qué súper vas?”


Rodrigo, que también tenía la edad de Alejandro, me robó el corazón y se lo quedó, el muy canalla. Tuve que hacerme otro por su culpa. Era flaco como un palo de fregona y, cuando alguien cantaba, se ponía a bailar con una alegría que rayaba en la euforia, riendo sin parar y contagiando de pura felicidad a todo el que tenía alrededor. Recuerdo que se podía pasar horas jugando con los coches. Cogía tres o cuatro y los ponía muy juntitos, en fila india. Con sumo cuidado, hacía avanzar el primero de ellos medio metro, más o menos, y lo dejaba ahí. Entonces iba a por el segundo, y con el mismo cuidado, siempre muy despacio, juntaba el segundo con el primero. Y lo mismo hacía con los demás. Cuando volvían a estar todos juntos, volvía a repetir toda la operación. No parecía que Rodrigo supiera lo que significaba la prisa. Sus coches avanzaban poco a poco, seguros y tranquilos, en un viaje por etapas en el que lo importante era estar unidos. Un día de primavera, en el que tocaban tareas en el huerto urbano que tenemos en nuestro centro, descubrimos que todos los rábanos que habíamos plantado habían desaparecido. “¡Pero si hace un momento estaban aquí!” Había sido Rodrigo. Se había pasado un buen rato agachado entre las plantas del huerto y todos pensábamos que estaba con sus coches, viajando por una selva de habas y escarolas. Pero no. El tío se estaba zampando los rábanos uno a uno. Sin prisa, por supuesto. Cuando lo descubrimos y le preguntamos por qué lo había hecho, se limitó a sonreír. Así era él, espontáneo y despreocupado, como un gato. Un día que no había rábanos me vació las dos ruedas de la bicicleta sin que me diera cuenta. Esa tarde yo tenía prisa por irme porque había quedado, y al final llegué tarde porque tuve que ir a la gasolinera más cercana a inflarlas de nuevo. “Rodrigo, ¿no habrás sido tú el que hizo esto, no?” Pero entonces no sonrió, sino que se partió de risa, el muy gamberro… Y yo con él, claro. ¿Qué otra opción me quedaba?

Miguel A. González

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