(Trabajo en un Casal Infantil,
un centro para niños de entre 4 y 15 años que pertenece al Ayuntamiento de Barcelona.
La matrícula es abierta y los padres pueden apuntarlos siempre y cuando queden
plazas libres. El nuestro es un proyecto educativo en tiempo de ocio. Los niños
entran a las cinco de la tarde, cuando salen de la escuela. Se podría escribir
un libro que rebosara vitalidad, humor y ternura con lo que mis compañeras y yo
vivimos día a día en su interior. Quizá un día lo intente.)
Un día, David, con 14 años de edad, se acercó a mí para
decirme que quería ser actor, pero un tipo de actor muy concreto. De cine de
terror, para ser más exactos. Mar, mi compañera de trabajo, escuchaba nuestra
conversación atentamente. Ella le había dicho a David que me preguntara, porque
al haber estudiado Arte Dramático, yo le podía aconsejar. Y así lo hice.
Después de escuchar mis indicaciones, David pareció darse por satisfecho y no
hizo más preguntas, así que fui yo el que quise indagar algo más. “¿Y de qué te
gustaría hacer en una película de terror, David? ¿De bueno? ¿De asesino? ¿Un
monstruo, quizás, o un zombi, o…?” David me interrumpió, muy seguro: “¡De
muerto!” Los minutos siguientes minutos transcurrieron en una improvisada interpretación
en la que Mar y yo pudimos comprobar el talento y las dotes que David tenía
para meterse en la piel de un cadáver. Le salió un muerto algo nervioso, pero
no estuvo mal para un principiante.
Alejandro ya no viene a nuestro casal. Hoy tiene 18 o 19
años y está en un centro para alumnos con discapacidad intelectual. Su tema de
conversación preferido era, y creo que sigue siendo, los supermercados. “¿Tú a
que súper vas?”, nos preguntaba sin parar. Cuando tenía 13 o 14 años lo
sorprendí una tarde columpiándose a solas en el patio y canturreando algo. Me
acerqué sigilosamente y me quedé muy quieto, detrás de un árbol, oyendo
claramente la letra de su canción. Se la estaba inventando sobre la marcha, y
trataba de Guille, un chico de su edad que por aquel entonces también venía al
centro. En su cantinela, Alejandro describía un día en la vida de Guille.
Guille se levantaba por la mañana. Desayunaba por la mañana, Guille. Guille se
lavaba la cara, doblaba su ropita, Guille, y la metía en una maleta. Y Guille
iba a la estación de Sants, y cogía un tren. Y Guille viajaba por ahí, ya no
recuerdo a dónde. Alejandro, en su imaginación, recreaba un día ideal en la
vida de Guillermo, que en esos momentos debía estar jugando en aquel mismo
patio, ignorando por completo que era el protagonista total y absoluto de la
canción que Alejandro improvisaba a unos metros de él. Me quedé oyéndola
embelesado. Todas las acciones que Guillermo realizaba en la canción estaban
narradas con detalle, y Alejandro sonreía feliz y seguía columpiándose,
creando, con devoción y sobre la marcha, aquel cuento hermoso en el que su Guille
tan bien se desenvolvía. Es posible que estuviera enamorado. Eso me dijo la
madre de Guille cuando le conté de lo que trataba la canción que yo, escondido
tras un ciprés para no interrumpirle ni distraerle, había escuchado de labios
de Alejandro. La madre de Guille sonrió llena de ternura y, cuando Alejandro
pasó por nuestro lado, ella le hizo una caricia. Alejandro aprovechó para
preguntarle: “¿Tú a qué súper vas?”
Rodrigo, que también tenía la edad de Alejandro, me robó el
corazón y se lo quedó, el muy canalla. Tuve que hacerme otro por su culpa. Era flaco
como un palo de fregona y, cuando alguien cantaba, se ponía a bailar con una
alegría que rayaba en la euforia, riendo sin parar y contagiando de pura
felicidad a todo el que tenía alrededor. Recuerdo que se podía pasar horas
jugando con los coches. Cogía tres o cuatro y los ponía muy juntitos, en fila
india. Con sumo cuidado, hacía avanzar el primero de ellos medio metro, más o
menos, y lo dejaba ahí. Entonces iba a por el segundo, y con el mismo cuidado,
siempre muy despacio, juntaba el segundo con el primero. Y lo mismo hacía con
los demás. Cuando volvían a estar todos juntos, volvía a repetir toda la operación.
No parecía que Rodrigo supiera lo que significaba la prisa. Sus coches
avanzaban poco a poco, seguros y tranquilos, en un viaje por etapas en el que
lo importante era estar unidos. Un día de primavera, en el que tocaban tareas
en el huerto urbano que tenemos en nuestro centro, descubrimos que todos los
rábanos que habíamos plantado habían desaparecido. “¡Pero si hace un momento
estaban aquí!” Había sido Rodrigo. Se había pasado un buen rato agachado entre
las plantas del huerto y todos pensábamos que estaba con sus coches, viajando
por una selva de habas y escarolas. Pero no. El tío se estaba zampando los
rábanos uno a uno. Sin prisa, por supuesto. Cuando lo descubrimos y le
preguntamos por qué lo había hecho, se limitó a sonreír. Así era él, espontáneo
y despreocupado, como un gato. Un día que no había rábanos me vació las dos
ruedas de la bicicleta sin que me diera cuenta. Esa tarde yo tenía prisa por
irme porque había quedado, y al final llegué tarde porque tuve que ir a la
gasolinera más cercana a inflarlas de nuevo. “Rodrigo, ¿no habrás sido tú el
que hizo esto, no?” Pero entonces no sonrió, sino que se partió de risa, el muy
gamberro… Y yo con él, claro. ¿Qué otra opción me quedaba?
Miguel A. González
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