“Si la inspiración
llega, que me encuentre trabajando” (Pablo Picasso)
Dice la mitología griega,
posiblemente la mitología más rica y fascinante que el ser humano tiene a su
disposición (he dicho posiblemente, perdónenme simpatizantes de mitología
egipcia, china, germánica, hindú o de pueblos africanos o polinesios), dice,
pues, la mitología griega, que existen, o existían, unos seres femeninos, nueve
en concreto, que eran hijas de Zeus y de Mnemósine, la personificación o diosa
de la memoria. Y dice dicha mitología que esas nueve hermanas, esas nueve
semidiosas, tenían, o tienen, el poder de inspirar en nosotros, simples
mortales, la facultad de crear. Cada una tenía su nombre, pero en conjunto las
conocemos por el nombre de musas.
Podemos imaginar, por lo tanto, a nuestro
alrededor, la presencia de unos seres invisibles que nos sobrevuelan, nos rozan
el cabello con sus dedos semidivinos o susurran a nuestra espalda. O quizá
vienen a nuestro encuentro cuando soñamos y nos hacen entrega de regalos
brillantes y confusos, bocados de otro mundo que tienen ese sabor extraño que
el despertar se encarga de desdibujarnos del paladar. Ese duende del que hablan
los entendidos del flamenco debe ser un primo lejano de ellas, supongo.
El caso
es que no sabría decir cuándo o dónde aparecen, y, suponiendo que lo hagan, por
cuánto tiempo nos hacen merecedores de su compañía. Sé que no siempre acuden a
nuestra llamada. Quizá porque son caprichosas y esquivas y traviesas (mujeres
adolescentes, al fin y al cabo) Quizá porque no sabemos cómo convocarlas
correctamente.
Recuerdo ahora a Fernando Pessoa, un poeta portugués que, en sus
ratos libres, creaba otros poetas imaginarios que incluso se escribían cartas
entre ellos criticando a su propio creador. Pessoa, que una tarde, en Lisboa,
se puso a escribir sobre una cómoda y se vio inmerso en un estado de posesión
mental que nunca antes había sentido ni volvería a sentir jamás, según él mismo
contaba, y que duró varias horas. “Fue la tarde triunfal de mi vida”, escribió.
Recuerdo también a Franz Kafka, que la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912 escribió, en
una fase parecida al trance, un relato titulado “La condena”, y cuyo nombre no
podía estar mejor elegido, porque esas páginas lo condenaron definitivamente, y
por suerte para nosotros, a la literatura. Ejemplos similares debe haber miles.
Las nueve hermanas también deben moverse con soltura en la locura y las drogas,
y si no que se lo pregunten a Van Gogh, o a Charlie Parker, o a Jimmy Hendrix…
O a Friedrich Nietzsche, que tanto sabía sobre los griegos y que acabó sus días
en un sanatorio por haber llevado su mente hasta el vértigo. Repito: ejemplos así…
¿Habéis sentido algo similar
alguna vez? No importa si escribís o no, no importa si pintáis o tocáis la guitarra,
o si estáis estudiando para el examen de mañana o estáis fumando en el banco de
un parque mientras miráis las palomas. En serio, ¿en algún momento de vuestras
vidas habéis tenido la sensación de que la lucidez os arrebata, de que os hace
suya sin que vosotros lleguéis a saber qué coño os está pasando? ¿La sensación
de que, durante esos momentos (que no podemos elegir cuándo suceden) estáis en
estado de gracia? Picasso, que sabía muy bien lo impuntuales que son las musas,
las esperaba trabajando. Los actores y los músicos las citan sobre las tablas
de sus escenarios y, cuando ellas se digan a venir, el público siente que allí
arriba hay alguien más, algo así como presencia, un aura extraña, un duende.
Son ellas. Son las nueve
hermanas. Ellas son las que encienden la bombilla esa que los dibujantes
colocan sobre las cabezas de sus personajes cuando tienen una idea genial.
Ellas nos traen la revelación de un Más Allá donde debe residir la Belleza que,
solo a ratos y en pequeñas dosis, gotea sobre nuestro mundo cotidiano, y que a
veces ni la entendemos. No me extraña que los griegos las imaginaran hijas de
un dios. Hacedle caso a los griegos. Ellos sabían de lo que hablaban.
Joder Migue, que forma de escribir. Eres mu grande, amigo
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