Llegábamos siempre tarde, cinco o diez minutos, porque,
bueno, veníamos andando… O porque éramos unos huevones, que también es una
posibilidad. Si llovía, nos íbamos en autobús. Raúl y yo éramos lerdos, pero no
tanto.
Yo salía de casa a eso de las cuatro de la tarde y me
cruzaba la playa entera. Le picaba a Raúl en el portero automático y lo
esperaba sentado en su portal. Entonces no teníamos móviles y ríete tú del
wasap… Eran buenos tiempos. Entonces bajaba Raúl acabando de comerse el postre,
si mis recuerdos no me fallan, y caminábamos media hora más hasta el centro de
la ciudad, hasta la casa de la cultura, donde estaba en aquel entonces –hace diecisiete
años ya de esto- el Aula de Teatro. Y entrábamos, siempre cinco o diez minutos
tarde, y siempre me echaba la culpa Raúl, siempre decía “ha sido culpa del
Migue”. Y yo ahí, esperándolo en su portal todos los días… Qué mamona eras,
Raúl…
Allí estabais, Maru, Pepe, en esa habitación alargada, de
techos altos, con las ventanas que daban a la fachada del Florida, a la sierra
de Luna, por donde invariablemente se ponía el sol todas las tardes, con el
suelo de parqué y con ese olor inconfundible que flotaba en el aire y que nunca
se iba, esa mezcla de tablas de escenario y ropa antigua, y algo más que no
sabría definir… Ese olor que se pegaba en la piel, en la camiseta, en el
cabello, que te impregnaba por completo. Ese olor que te llevabas a casa y que
acababa posándose en tu propia almohada.
Allí estabais, Pepe, Maru, al pie del escenario, sentados en
aquella silla, con cientos de papeles en el suelo o en las rodillas, nuestros
textos, las palabras que luego del papel pasaban a nuestra memoria, y de nuestros
labios saltaban al aire de aquel aula, al aire iluminado por los focos, al aire
perfumado de teatro. Allí estaba también Mely, con esa felicidad contagiosa que
hacía que quisieras estar siempre a su lado, y Lorena, que siempre le tocaba el
papel de mi madre, o el de mi novia, o el de mi hermana. Y también estaba Laura,
con esos ojos verdes hipnóticos y ese rostro de ángel. Me gustaba tanto aquella
chica y nunca se lo dije… Laura, si me lees ahora, que lo sepas: tanto me
gustabas y nunca te lo dije.
Allí estábamos todos. Otoños, inviernos, primaveras. Las
tardes caían, allá afuera, detrás de la ventana, donde el resto del mundo
comenzaba. Pero no para nosotros, que dentro del aula pisábamos, descalzos,
aquellas tablas y nos vestíamos de ropas fragantes y palabras de otros.
Allí era fácil ser feliz. Allí, Pepe, Maru, nos enseñasteis
a amar ese mundo, nos disteis a probar el veneno del escenario. Desde entonces,
he visto a mucha gente amar muchas cosas. Yo también amo y he amado. Pero
siempre he sentido admiración, a veces incluso envidia, por aquellos cuya
capacidad de amar es superior a la mía. Y los he contemplado con el respeto y
la devoción del que contempla a un ser divino, a un iluminado, a un hechicero o
un chamán. Porque el que ama se rodea de un aura mágica que influye a los de su
alrededor. Porque tú también deseas tener también el privilegio que tienen esos
amantes de sentir con la intensidad con la que ellos lo hacen. Así os he
llegado a ver, Pepe, Maru.
Y ahora que lo pienso, tan buenos amantes sois de este
oficio que, a veces, he llegado a dudar de si amáis más el teatro de lo que os
amáis vosotros.
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