abel La Vía Escénica: AMANTES (por Miguel A. González)

viernes, 28 de noviembre de 2014

AMANTES (por Miguel A. González)


 (Este texto es para ti, Pepe. Por si lo lees, allá donde estés.)

Llegábamos siempre tarde, cinco o diez minutos, porque, bueno, veníamos andando… O porque éramos unos huevones, que también es una posibilidad. Si llovía, nos íbamos en autobús. Raúl y yo éramos lerdos, pero no tanto.
Yo salía de casa a eso de las cuatro de la tarde y me cruzaba la playa entera. Le picaba a Raúl en el portero automático y lo esperaba sentado en su portal. Entonces no teníamos móviles y ríete tú del wasap… Eran buenos tiempos. Entonces bajaba Raúl acabando de comerse el postre, si mis recuerdos no me fallan, y caminábamos media hora más hasta el centro de la ciudad, hasta la casa de la cultura, donde estaba en aquel entonces –hace diecisiete años ya de esto- el Aula de Teatro. Y entrábamos, siempre cinco o diez minutos tarde, y siempre me echaba la culpa Raúl, siempre decía “ha sido culpa del Migue”. Y yo ahí, esperándolo en su portal todos los días… Qué mamona eras, Raúl…

Allí estabais, Maru, Pepe, en esa habitación alargada, de techos altos, con las ventanas que daban a la fachada del Florida, a la sierra de Luna, por donde invariablemente se ponía el sol todas las tardes, con el suelo de parqué y con ese olor inconfundible que flotaba en el aire y que nunca se iba, esa mezcla de tablas de escenario y ropa antigua, y algo más que no sabría definir… Ese olor que se pegaba en la piel, en la camiseta, en el cabello, que te impregnaba por completo. Ese olor que te llevabas a casa y que acababa posándose en tu propia almohada.

Allí estabais, Pepe, Maru, al pie del escenario, sentados en aquella silla, con cientos de papeles en el suelo o en las rodillas, nuestros textos, las palabras que luego del papel pasaban a nuestra memoria, y de nuestros labios saltaban al aire de aquel aula, al aire iluminado por los focos, al aire perfumado de teatro. Allí estaba también Mely, con esa felicidad contagiosa que hacía que quisieras estar siempre a su lado, y Lorena, que siempre le tocaba el papel de mi madre, o el de mi novia, o el de mi hermana. Y también estaba Laura, con esos ojos verdes hipnóticos y ese rostro de ángel. Me gustaba tanto aquella chica y nunca se lo dije… Laura, si me lees ahora, que lo sepas: tanto me gustabas y nunca te lo dije.

Allí estábamos todos. Otoños, inviernos, primaveras. Las tardes caían, allá afuera, detrás de la ventana, donde el resto del mundo comenzaba. Pero no para nosotros, que dentro del aula pisábamos, descalzos, aquellas tablas y nos vestíamos de ropas fragantes y palabras de otros.

Allí era fácil ser feliz. Allí, Pepe, Maru, nos enseñasteis a amar ese mundo, nos disteis a probar el veneno del escenario. Desde entonces, he visto a mucha gente amar muchas cosas. Yo también amo y he amado. Pero siempre he sentido admiración, a veces incluso envidia, por aquellos cuya capacidad de amar es superior a la mía. Y los he contemplado con el respeto y la devoción del que contempla a un ser divino, a un iluminado, a un hechicero o un chamán. Porque el que ama se rodea de un aura mágica que influye a los de su alrededor. Porque tú también deseas tener también el privilegio que tienen esos amantes de sentir con la intensidad con la que ellos lo hacen. Así os he llegado a ver, Pepe, Maru.
Y ahora que lo pienso, tan buenos amantes sois de este oficio que, a veces, he llegado a dudar de si amáis más el teatro de lo que os amáis vosotros.

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